Intenté recordar una y otra vez pero todo fue en vano. Olvidé mi nombre, olvidé donde estaba y a donde me dirigía. El olvido se apoderó de mí hasta el punto que me olvidé de sentir. El tren pasó por muchas estaciones, recorrió numerosos pueblos y ciudades y yo mientras permanecí inmóvil, pegada a los cristales, con la vista perdida en la lejanía. Me daba igual que avanzáramos o que retrocediéramos. Tanto el olvido se apoderó de mí que me olvidé de sentir.
Durante esos días, en los pequeños instantes en que una pequeña llamita se encendía en mi interior y me daba la sensación de que iba a recordar, el único sentimiento que me parecía experimentar era el deseo de desvanecerme en la nada. No pasó nada lo suficientemente fuerte como para obligarme a recordar que podía volver dentro de mí.
Entre mis recuerdos me vienen destellos, retazos de algo que no se si es parte de una conversación con alguien a quien ni siquiera recuerdo haber visto ni oído. Me parece escuchar una voz suave, acida, que me susurra al odio: “déjate ir, nada vale la pena. Total, ¿Qué haces aquí?” y creo que le obedecí. Me dejé ir.
No estoy segura si las imágenes que recuerdo fueron reales o producto de mi imaginación. Me siento en brazos de alguien, quizás de aquél ser indefinido que se presentó en medio de las brumas. Ahora yo no era dueña de mi misma. Ahora le pertenecía a él. Con seguridad se abrió paso entre el gentío que transitaba por el anden llevándome con él. Adonde me condujo no lo sabía ni tampoco me interesaba averiguarlo. Yo había delegado todo mi poder interior y ya no era mi dueña. Me había entregado ciegamente, igual que loca enamorada, solo que sabía que quien se había adueñado de mi no era ningún bello galán.
Encerrada en su morada, alejada de todo y de todos, me sabía secuestrada, dominada, pero no me sentía con fuerza para hacerle frente porque me estaba robando el aliento, la voluntad de vivir.
Por un instante me supe consciente de que me hundía cada vez más en aquel pozo negro de abandono y desidia y algo dentro de mí se reveló. Intenté gritar pero de mi garganta no salió ni el más mínimo ruido. Aquel duende maligno me tenía secuestrada la voz. Estuve intentándolo en vano hasta que también me arrebató la voluntad de hacerlo. También se llevó mi conciencia por lo que no cabía la posibilidad de sentirme culpable por haberme abandonado.
No se cuantos días y cuantas noches estuve allí encerrada. Mi raptor, el duende maligno, la depresión, me robó todo, hasta la noción del tiempo. Debieron ser bastantes, o a mi me lo parecieron. Cuando me arrastró a aquel mundo sin voluntad y apatía los días eran cortos y las noches largas y frías. Los amaneceres llenos de bruma y escarcha.
Debía estar atardeciendo cuando en un día de aquellos, el último de mi encierro, los rayos del sol se filtraban tímidamente por una rendija que dejaba la persiana al descubierto. Su brillo fue perdiendo fuerza hasta que la oscuridad se adueño de nuevo de la habitación. Escuche un susurro cerca de mí pero al principio no identifiqué su procedencia. Allí no había nadie. Solo estábamos el duende maligno y yo. Yo no tenía ningún deseo de hablar y él no hablaba nunca, solo actuaba. Era silencioso, rotundamente callado. Su presencia era muy fría, helada.
Aquella voz era cálida, suave y escucharla me conmovió. Hacía mucho que nada lo hacía. Mi cuerpo comenzó a temblar de igual manera que el día en que fui secuestrada y por unos instantes me sentí de nuevo viva, recordé lo bello que es sentirse viva. De repente un torrente de recuerdos acudió a mi memoria. Recordé de quien era la voz que me hablaba y recordé lo que intentaba decirme. Era mi alma quien gritaba. Era la voz de mi alma quien me despertó de aquella pesadilla. Apreté los ojos con fuerza., tenía que abrirlos, salir de allí y de pronto la estancia se llenó de luz y de personajes conocidos pero que hacía mucho tiempo que estaban lejos. Eran los duendes que en los buenos tiempos habían viajado conmigo. Coraje y Esperanza me cogieron de las manos y casi flotando me sacaron de allí. Atravesamos calles oscuras y tenebrosas pero ellos no me soltaron las manos, sentía su calidez entre las mías y eso me ayudaba a no mirar atrás. El duende maligno nos persiguió un buen trecho pero cada vez se quedaba más lejos. Al final llegamos a la estación. Estaba llena de viajeros que hacían cola para subir al tren. Se oían sus murmullos, sus risas, sus despedidas. Niños correteando de un lado a otro. La vida le daba a todo una calidez maravillosa. Mi cuerpo y mi mente poco a poco se fueron reconfortando, a medida que los recuerdos volvían a mi memoria.
Una vez de vuelta a mi compartimento me sentí como de vuelta a casa. Me acomodé en mi asiento y me lié en mi manta de viaje, que extrañamente seguía donde la dejé. Recosté la cabeza en el respaldo y enseguida el tren comenzó a moverse.
Ha sido reconfortante volver a contemplar el andén a través de los cristales. Esos cristales sucios y llenos de vaho cuya visión se ha convertido en parte de mi existencia.
Ahora, con la memoria recobrada, me parece increíble que no echara de menos todo esto, que olvidara todo, que hubiera existido tantos días lejos de los viajeros, sus miradas, sus idas y venidas, los reflejos de las luces en los cristales, las paredes desconchadas, el escaparate de la tienda, la ventanilla de los billetes, los carteles con el horario de entradas y salidas… el silbido que anuncia la partida, esa mezcla de olores que se juntan y le dan un sabor dulce y amargo al aire que respiro, la bruma, el vaho, el canto de los pájaros que anidan en los tejados… ¿Cómo pude olvidarme de todo lo que me rodea? ¿Cómo pude olvidarme de que estas cosas se han hechos imprescindibles en mi viaje?, ¿Cómo pude olvidarme de mi fuerza y entregarme al duende malvado?
Afortunadamente, como en anteriores ocasiones, mi memoria volvió y recobré mi poder. Por suerte volví a escapar de sus garras.
Ahora el tren se desliza suavemente entre las sombras proyectadas por los árboles del camino. En silencio y con la llama de la gratitud en mi corazón les saludo interiormente mientras cierro los ojos y el sueño se apodera de mi. Me entrego sin miedo porque él es mi aliado. El sueño me reparará y me conducirá a un amanecer brillante.